
Buscando información sobre las vivencias de Félix Rodríguez de la Fuente en África, en el año 2007 participé en una expedición a la que me apunté por tener unas características similares a aquella otra mítica de Vaucher en 1967 a la que asistió Félix y dio pie al relato del “Cuento de Elefantes”, del que hablaremos aquí en una próxima entrada de este blog.
En nuestro caso, en 2007, el destino era el Chad, país que nos recibió con una bocanada de aire cálido envuelto en fragancia de flores.

Al pisar la plataforma de la escalerilla del avión, en lugar de exclamar el “¡qué calor!” de rigor, el pintor asturiano Fernando Fueyo, que nos acompañaba, inspiró profundamente y dijo: “¡Qué embriagador! ¡El aroma de las acacias!”.
Fueyo, además de artista sensible, pisaba tierra africana por primera vez. Tenía los sentidos especialmente abiertos, y recibió como privilegio de dioses la caricia de aire caliente perfumado por la flor del árbol que da sombra a la ardiente Yamena, como se pronuncia el dulce nombre de N’jamèna, la hoy tórrida y atestada capital del Chad, abatida por guerras desde que se independizó de Francia en 1960.
El comentario era para poner la piel de gallina, no por poético, que también, sino porque lo acababa de oír en una grabación de Rodríguez Fuente que iba escuchando en los cascos que llevaba en mis oídos en cabina, y en aquel preciso momento ya en la escalerilla de salida del avión, oyendo una cinta, grabada treinta años atrás, en la que Félix Rodríguez de la Fuente acababa de exclamar con su poderosa voz esa misma frase, al salir él del avión en el aeropuerto de Nairobi y pisar por primera vez en 1966 África.
África también le “olía a acacia” a Félix al pisar la escalerilla de las aeronaves que le llevaban al continente negro donde fue a reencontrarse, tal como dejó escrito en una carta que dirigió en marzo de 1966 a su amigo francés Jean F. Terrasse, diciéndole:
“África asombra al enamorado de la naturaleza, le sumerge a uno en otras épocas, le lleva a los tiempos mágicos en que nacieron nuestros espíritus: una Europa cubierta de inmensas praderas por las que discurren ríos de bisontes, caballos salvajes, ciervos, renos; una Europa en la que se escucha todavía el barrito del mamut y el canto de la manada de lobos, bajo un cielo cubierto por las escuadras de gansos, las grullas y los patos salvajes. Todo, esto, a escala tropical, son los grandes parques de África. Pasar allí unos días es como volver a nuestro propio pasado, es como agarrarse desesperadamente al cuerpo de una madre que agoniza”.
Describía así Félix Rodríguez de la Fuente, en marzo de 1966, la primera impresión que le causó y le grabó para siempre en su espíritu sensible y receptivo, el visitar y explorar la cuna de la Humanidad.
Estas frases, en las que sintetiza su pensamiento, fueron deslizadas en una larga carta dirigida a su amigo Jean F. Terrasse para solicitarle material gráfico para la serie de reportajes sobre fauna ibérica que publicó aquella primavera en el dominical de “ABC”, es decir, no iban para la galería ni para el público, sino a un extranjero, al que apenas conocía, que lo normal es que después de leer la carta la tirara al cesto de los papeles. Afortunadamente la guardó. Tiene el valor de ser expresado en la intimidad, sin pensar que algún día sería publicado. Asombra por ello, aún más, su belleza, su lirismo y el profundo mensaje que encierra.
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